lunes, 21 de enero de 2008

Mendoza

En el vientre del desierto la ciudad era plácida y juvenil. El aire besaba fuego.

Brotaban personas del suelo del que huyó el agua. Todas reían.

Los autobuses eran guirnaldas de colores fugaces y frutales. E imitaban las naturalezas que parirán primaveras eternas y arco iris dibujados con cera por manos recién iniciadas.

La ciudad era algarabía, clamor de soledad imposible, en la Plaza de la Independencia : los niños arrastraban a los padres de la mano como hace la espuma con el mar hasta llevarlo a la orilla. Todos reían.

En una habitación cualquiera, en el vientre del desierto, de dos cuerpos rasos nacía, lentamente, como la flor primera, una única ciudad. Una y otra vez nacía.

En esa habitación cualquiera, hubieran hallado, sobre el vientre negro que hallé bajo tus ojos el día que supe de tu nombre, mis labios, ceniza con olor a agua y mis pensamientos. Todos hablando (imperfectos y al unísono) al alba aún sin noche de ti y de tu vientre. Hablando de ti y de las ciudades que fueron dejando su nombre y su vida previa en la periferia de tus ojos, pozo acogedor de luz afirmada, universo cierto e inmediato.

De los pechos, como agua precipitada en cuerpo de lluvia leve, alentadora y necesaria, se sostenían palabras que zurcían jirones de alivio. Y de las palabras, dos cuerpos sin sorpresas en el albor de ciudades cómplices que alternaban amor, cariño y complicidad.

Allí quedaron mis labios volteados por el aire durante días. Hoy hablan de ti en la necesidad de pronunciar tu nombre.

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