El Pacífico Sur tomaba Valparaíso como yo tomara tu cuerpo: con pausa disimulada.
Cada ola era una carta de amor, una declaración de intenciones, de principios a los que, más que al mar, témpano en retroceso, miraban ansiosos al cielo.Nadie lo percibía en las notas claras del agua y el aire.
El cielo amaba el Pacífico Sur mientras yo, ave de pecho calmo, te amaba indiscriminadamente, sabiendo que no te amaría más en Valparaíso, entre graznidos de gaviotas que imitaban a los pájaros blancos que crecerían en la espalda del sol. A la noche, ya en Santiago, me volvería a posar en ti.
De mi boca salían palabras, que me precedían pulcras, arrastrando un halo de ternura que siempre quise dar a mis manos y a su proceder cauteloso para contigo. Muy cerca, cual astro de luz, iba mi boca satelital llena de lirios que dibujaban sonrisas amanecidas y tardes de crepúsculo anaranjado.
En el cielo, aguas con alas desazonaban al sol y a los bañistas que imaginaban cómo sería el próximo verano, cómo nadarían por él, por el Pacífico Sur, dejando un rastro de lágrimas de agua y sal en el eco de sus pies.
Yo traía a mí la próxima noche, aquella en la que cercenaría el vació en mi vientre, y en ella nos veía hechos calma y mar. Tú serías el Pacífico Sur. Y así imaginaba mi verano inmediato.
Los bañistas dibujaban líneas estranguladas mientras yo les intentaba decir que el Pacífico Sur ya nunca sería tan fulguroso y fértil, que el ocaso dejaría sin nombre al agua, sin aliento a mí.
Sólo tus ojos entendieron mis palabras necesitadas.
Allí también nos amamos más allá de espacios y tiempos.
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