miércoles, 18 de marzo de 2009

La pequeña caja de música

La pequeña caja de música suena.
La pequeña bailarina se hace aire.
Por entre el aire Edelweiss.
Su sonido atrae y atrapa.
Atrae y atrapa.
Es un sonar exquisito.
Es un don inesperado.
La bailarina es grácil. Exquisita.
La pequeña caja de música suena.
Atrae y atrapa.
De repente, sobre sus pies mínimos
la pequeña bailarina se retrae.
Apenas sin advertencia se retira
a su propia sombra.
Y todo calla.
Entonces, abro de nuevo la pequeña caja.
Y reaparece la bailarina.
Y baila. Y callo.
Y danza. Y miro.
Así hasta que huye, de nuevo, inesperada
por mí.
Y ya no está.
Y todo es silencio.
Y mi pecho se encoge, se retrae,
se hace punto.
Se hace daño.
Se hace un balazo de plomillos
a un metro de distancia.
Y es por ello que la abro.
Y todo vuelve a ser exacto…
Y así me ejercito una y otra vez
hasta que Edelweiss me perfora
y hace de mi sien un manicomio.
Hasta que mi pecho vuelve a ser pequeño
y a estar dañado.
Pero ahora es por la música.
Por su sonido estridente.
Por su ir y venir repetitivo.
Ahora la bailarina es un eco insoportable.
Una sucesión infinita de gotas de agua
llegadas a un suelo en silencio.
Y mi pecho cree enfermar…

Siempre me ha costado hallar
el exacto momento
en el que cerrar la cajita.
Nunca he sabido cuándo cerrarla.
Nunca, hallar el exacto momento
en el que el placer quede ahí,
desnudo, joven, fresco, púbico,
y no haya más daño
que el mínimo que supone la espera.

Puede aplicarse esta torpeza discernidora
a muchos otros ámbitos de mi vida.
Ámbitos pendientes y pendidos de numerosas y dispares
pequeñas cajas de música
que nunca sé cerrar a tiempo exacto.

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