lunes, 21 de septiembre de 2009

España 1939

Las calles habían sido renombradas.
La mitad de las bocas, cosidas a las manos.
La mitad de los rostros, a medio deshacer,
entre gusanos y remiendos,
arrastraban corazones con los latidos contados.
La mitad de los niños no tenían nombre
porque habían nacido y nacían viejos:
estaba anidado el invierno en sus costillas.
Los días también amanecían viejos,
sus amaneceres en huída.
Era la posguerra. España, mil novecientos treinta y nueve.
Tardaste cuarenta años
en decir palabras como Francia, cuneta o vencido.
Mamá, doce en nacer,
treinta y siete en decir hijo o acunar.
Yo, setenta desde entonces,
treinta y tres desde que mi madre dijera hijo o acunar,
en saber que hay que llevar
la sangre a los cuadernos
(como si nadie fuera a leerlos),
en entender que escribir a lo ausente no es el morir,
en quedar en paz
(la sangre en los cuadernos),
en quedar en paz.


Porque cuando muera yo,
morirá para siempre mi abuelo.

A mi madre.

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