La calle dormitaba tras la luz, a su espalda. Como los niños.
Los brazos de las paredes, las manos blancas del suelo proyectaban el ser de la noche. Y todo dormitaba.
Caminábamos con pasos con olor a alborada. Todo era despertar.
Frente al Consulado, frente a los cristales por los que ingrávido Neruda se asomara , buscábamos luciérnagas y agua .
Nadie sabía de nosotros. No sabíamos de nadie, no sabíamos de más peso que el de nuestra levedad e incertidumbre.
Podía haber caído el alba inmediato sobre nuestros párpados y nada habría cambiado. Nada.
Hubiéramos seguido el uno en el otro, rehaciendo París en cada palabra.
Mirándonos.
Riendo. Sobre todo, riendo.
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